Era la penúltima copa de aquel nefasto año en el que todo le había salido mal. Aquel divorcio tortuoso que convirtió su vida en un solar, la muerte lenta y angustiosa de su madre, que fue devorada por un maldito cáncer, el ERE que lo dejó en la puta calle después veinte años de trabajo y luego el desahucio.
Llamó al camarero y le pidió otro whisky-on-the-rock. Buscó en su chaqueta el billete con destino a Canadá, donde había escrito las últimas palabras de su madre: «Siempre hay una salida si tienes ilusión».
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